Nacer Dos Veces
- Marcelo García Almaguer

- 31 oct
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 1 nov
Convertirme en padre a los cincuenta años es, sin duda, un renacimiento. Coincide con una etapa en la que mi vida parece reescribirse por completo: una boda reciente, un libro que toma forma entre noches sin sueño y, como un funambulista doméstico, equilibro el arte de cargar a mi hijo, responder correos, enviar mensajes de WhatsApp con la otra mano y cocinar para mi esposa.
Mi fascinación por dar clases sobre tecnología y escribir sobre el futuro siempre ha nacido de un optimismo desde niño. Siempre fui muy curioso e inventivo: construía, entre cojines y elementos caseros, bases de operación intergalacticas (como ilustra la imagen), sostenía monólogos con

"monitos de Starwars," o figuras de acción, los únicos terapeutas infantiles de mi época, y siempre creía que el futuro sería asombroso. Aún lo sigo creyendo.
En lo más íntimo de mi intimidad, como decia Don Melquiades, siempre supe que el futuro será un viaje apasionante. y nada me entusiasma más que aprender sobre los desarrollos de vanguardia que ofrecen pistas de lo que podría esperarnos.
Pero ahora, el futuro duerme en nuestros brazos. Y tiene nombre, olor a leche tibia y la capacidad de atraer toda mi atención. Nuestro hijo, Marcelo Augusto, siguiendo la tradición de mi abuelo y mi padre de usar nombres de la antigua Roma, ahora un miembro distinguido de la Generación Beta, el cual conformará el 18% en el mundo, según World Economic Forum.
En estos días he aprendido un nuevo léxico: tummy time, swaddle, colostrum. Sé cuántas onzas de leche debe tomar un bebé, cómo inducir diminutos eructos, cuidar sus ciclos circadianos, porque dos horas de dormir de un recién nacido equivalen veinticuatro para nosotros.
Mi destreza kinética para cambiar pañales se asemeja a un pit stop de Fórmula 1, mientras repito el viejo adagio atribuido al emperador francés: “Vísteme despacio, que tengo prisa”. He aprendido el arte de reunir todas las piezas al mismo tiempo, porque un recién nacido no se sostiene por partes: se sostiene con atención plena y ternura.
Mi padre el Dr. Eduardo García Flores, neurocirujano, siempre hizo énfasis en la importancia del desarrollo cerebral durante los primeros años de vida. Procuramos cultivar un ambiente de melodías que escuchaba el bebé in útero. Es equivalente a alguien que esta en el fondo de una alberca y las voces no se entienden, pero se sienten, como murmullos. Retomé la lectura, This Is Your Brain on Music de Daniel Levitin, neurocientifico y músico, profesor de la Universidad McGill, donde explica cómo la música moldea la mente desde los primeros días. Levitin profundiza que la experiencia musical activa regiones cerebrales vinculadas a la memoria, la emoción y el lenguaje —es decir, que escuchar música no solo entretiene, sino que construye conexiones neuronales, sinapsis.
Así que hemos creado un playlist para nuestro hijo, inspirado en la Sonata para dos pianos en Re mayor, K. 448, de Herr Mozart, aunque aclaro: el llamado “efecto Mozart” fue un gran mito mercadológico.
El estudio original, publicado en Nature en 1993 por Frances Rauscher, Gordon Shaw y Katherine Ky, analizó a 36 estudiantes universitarios, no a bebés. Lo que se midió no fue la inteligencia general, sino la capacidad de razonamiento espacial-temporal, que aumentó brevemente de 8 a 9 puntos en un coeficiente intelectual según examen aplicado, después de escuchar la sonata. El efecto, sin embargo, fue efímero: duró apenas unos diez minutos y variaba según la actividad realizada. En lo personal, prefiero el Concierto para piano n.º 20 en re menor, K.466, también de Mozart, o una pieza Andante Allegro del Maestro Händel interpretada en arpa en si mayor.
Aun así, la música es un rito trascendental del ser humano. Lo he dicho en muchas clases: en el matrimonio hay música; en los funerales, hay música; en las graduaciones y en las celebraciones más importantes, siempre hay una melodía que acompaña y eleva el espíritu. El primer instrumento que escuchó Marcelo Augusto fue un tamborcito: el corazón de su madre. Hasta hoy, ya ha oído varias melodías, canciones de cuna y, sobre todo, el arrullo materno. Pero quizá la que más le gusta, y la que marca el ritmo de nuestras noches, es esa que le cantamos juntos para dormir.

Marcelo A., sin saberlo, es mi primer lector, el primer testigo de lo que intento construir. Y ahí, en esa mezcla entre vida y creación, siento que todo se une: El matrimonio. El hijo que me impulsa. Todo forma parte del mismo movimiento: una apuesta por el futuro.
Nacer dos veces. Porque cuidar, amar, educar y aprender cada día de un ser que apenas empieza a existir es, en el fondo, la forma más audaz de construir el futuro.
Aquí estoy, ahora formo parte de un club selecto, entre biberones, mi dispositivo de IA Plaud, nuevos proyectos en el horizonte y compartir desvelos con mi esposa. Sintiéndome parte de algo mucho más grande que yo: la vida, una vez más, impulsándome, hacia adelante.
Y mientras mi hijo duerme y las ideas maduran, entiendo al fin que crear, ya sea un hijo, una historia o un nuevo proyecto, siempre empieza con la misma chispa de arranque: la de volver a nacer.







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